Siempre se habla de que leer es comprender, razonar, comunicar, de ahí la importancia de la lectura en el sistema educativo. El Plan Lector de esta semana, diseñado y elaborado por la docente Margarita Gómez Dugarte. magodug@hotmail.com
Fragmento “EL HOMBRE QUE CALCULABA”
Fragmento “EL HOMBRE QUE CALCULABA”

Cierta vez volvía, al paso lento de mi camello, por el camino de Bagdad, de una excursión a la famosa ciudad de Samarra, en las márgenes del Tigris, cuando vi, sentado en una piedra, a un viajero modestamente vestido, que parecía reposar de las fatigas de algún viaje. - Disponíame a dirigir al desconocido, cuando con gran sorpresa le vi levantarse y pronunciar lentamente: - Un millón cuatrocientos veintitres mil setecientos cuarenta y cinco. Sentóse enseguida y quedó en silencio, Me paré a corta distancia y me puse a observarle como lo habría hecho frente a un monumento histórico de tiempos legendarios. Momentos después se levantó nuevamente el hombre, y con voz clara y pausada, enunció otro número igualmente fabuloso: - Dos millones, trescientos veintiún mil, ochocientos sesenta y seis. Y así, varias veces, el extravagante viajero, puesto de pie, decía un número de varios millones, sentándose en seguida en la tosca piedra del camino.
Sin saber refrenar la
curiosidad que me aguijoneaba, me aproximé al desconocido, y después de
saludarlo en nombre de Alah, le pregunté el significado de aquellos números que
sólo podrían figurar en proporciones gigantescas. ¡Forastero!, respondió el
“Hombre que calculaba”, no censuro la curiosidad que te llevó a perturbar la
marcha de mis cálculos y la serenidad de mis pensamientos. Y, ya que supiste
ser delicado al hablar y al pedir, voy a satisfacer tu deseo. Para eso
necesito, sin embargo, contarte la historia de mi vida. Y narróme lo siguiente:
nací en la pequeña aldea de Khoy, en Persia, a la sombra de la gran pirámide
formada por el monte Ararat. Siendo muy joven todavía, me empleé como pastor al
servicio de un rico señor de Khamat. Todos los días, al salir el Sol, llevaba
el gran rebaño al campo, debiendo ponerlo al abrigo, al atardecer. Por temor de
extraviar alguna oveja y ser por tal negligencia castigado, contábalas varias
veces durante el día. Fui, así, adquiriendo, poco a poco, tal habilidad para
contar que, a veces, instantáneamente, calculaba sin error el rebaño entero. No
contento con eso, pasé a ejercitarme contando además los pájaros cuando, en
bandadas, volaban por el cielo. Volvíme habilísimo en ese arte. Al cabo de
algunos meses –gracias a nuevos y constantes ejercicios-, contando hormigas y
otros pequeños insectos, llegué a practicar la increíble proeza de contar todas
las abejas de un enjambre. Esa hazaña de calculista nada valdría frente a las
otras que más tarde practiqué. Mi generoso amo, que poseía, en dos o tres oasis
distantes, grandes plantaciones de dátiles, informado de mis habilidades
matemáticas, me encargó de dirigir su venta, contándolos yo uno por uno en los
cachos. Trabajé asía al pie de los datileros cerca de diez años. Contento con
las ganancias que obtuvo, mi bondadoso patrón acaba de concederme algunos meses
de descanso, y por eso voy ahora a Bagdad pues deseo visitar a algunos
parientes y admirar las bellas mezquitas y los suntuosos palacios de esa bella
ciudad. Y para no perder el tiempo, me ejército durante el viaje, contando los
árboles que dan sombra a la región, las flores que la perfuman y los pájaros
que vuelan en el cielo, entre las nubes. Y señalando una vieja y grande higuera
que se erguía a poca distancia, prosiguió: - Aquel árbol, por ejemplo, tiene
doscientas ochenta y cuatro ramas. Sabiendo que cada rama tiene, término medio,
trescientas cuarenta y siete hojas, se deduce fácilmente que aquel árbol tendrá
un total de noventa y ocho mil quinientas cuarenta y ocho hojas. ¿Qué le
parece, amigo? - ¡Qué maravilla! –exclamé atónito-. ¡Es increíble que un hombre
pueda contar todos los gajos de un árbol, y las flores de un jardín! Tal
habilidad puede proporcionar a cualquier persona un medio seguro de ganar
envidiables riquezas. - ¿Cómo es eso? –preguntó Beremís-, ¡Jamás pasó por mi
imaginación que pudiera ganarse dinero contando los millones de hojas de los
árboles o los enjambres de abejas! ¿Quién podría interesarse por el total de
ramas de un árbol o por el número de pájaros que cruzan el cielo durante el
día? - Vuestra admirable habilidad – expliqué- podría ser empleada en veinte
mil casos diferentes. En una gran capital como Constantinopla, o aún en Bagdad,
seríais útil auxiliar para el Gobierno. Podríais calcular poblaciones,
ejércitos y rebaños. Fácil os sería evaluar las riquezas del país, el valor de
las colectas, los impuestos, las mercaderías y todos los recursos del Estado.
Yo os aseguro –por las relaciones que mantengo, pues soy bagdalí, que no os
sería difícil obtener una posición destacada junto al glorioso califa
Al-Motacen (nuestro amo y señor). Podríais, tal vez, ejercer el cargo de visir
– tesorero o desempeñar las funciones de Finanzas musulmanas5. - Si es así,
joven – respondió el calculista- no dudo más, y os acompaño hacia Bagdad. Y sin
más preámbulo, se acomodó como pudo encima de mi camello (único que teníamos),
rumbo a la ciudad gloriosa. De ahí en adelante, ligados por ese encuentro
casual en medio del agreste camino, nos hicimos compañeros y amigos
inseparables. Beremís era de genio alegre y comunicativo. Joven aún –pues no
tendría veintiséis años-, estaba dotado de gran inteligencia y notable aptitud
para la ciencia de los números. Formulaba, a veces, sobre los acontecimientos
más banales de la vida, comparaciones inesperadas que denotaban gran agudeza de
espíritu y verdadero talento matemático. Beremís también sabía contar historias
y narrar episodios que ilustraban sus conversaciones, de por sí atrayentes y
curiosas. A veces pasábase varias horas, en hosco silencio, meditando sobre
cálculos prodigiosos. En esas oportunidades me esforzaba por no perturbarlo,
quedándome quieto, a fin de que pudiera hacer, con los recursos de su memoria
privilegiada, nuevos descubrimientos en los misteriosos arcanos de la
Matemática, ciencia que los árabes tanto cultivaron y engrandecieron.
Hacía pocas horas que viajábamos sin
interrupción, cuando nos ocurrió una aventura digna de ser referida, en la cual
mi compañero Beremís puso en práctica, con gran talento, sus habilidades de
eximio algebrista. Encontramos, cerca de una antigua posada medio abandonada,
tres hombres que discutían acaloradamente al lado de un lote de camellos.
Furiosos se gritaban improperios y deseaban plagas: - ¡No puede ser! - ¡Esto es
un robo! - ¡No acepto! El inteligente Beremís trató de informarse de que se
trataba. - Somos hermanos –dijo el más viejo- y recibimos, como herencia, esos
35 camellos. Según la expresa voluntad de nuestro padre, debo yo recibir la
mitad, mi hermano Hamed Namir una tercera parte, y Harim, el más joven, una
novena parte. No sabemos sin embargo, como dividir de esa manera 35 camellos, y
a cada división que uno propone protestan los otros dos, pues la mitad de 35 es
17 y medio. ¿Cómo hallar la tercera parte y la novena parte de 35, si tampoco
son exactas las divisiones?
- Es muy simple –respondió el “Hombre que
calculaba”-. Me encargaré de hacer con justicia esa división si me permitís que
junte a los 35 camellos de la herencia, este hermoso animal que hasta aquí nos
trajo en buena hora. Traté en ese momento de intervenir en la conversación: -
¡No puedo consentir semejante locura! ¿Cómo podríamos dar término a nuestro
viaje si nos quedáramos sin nuestro camello? - No te preocupes del resultado “bagdalí” –replicó en voz
baja Beremís-. Sé muy bien lo que estoy haciendo. Dame tu camello y verás, al
fin, a que conclusión quiero llegar. Fue tal la fe y la seguridad con que me
habló, que no dudé más y le entregué mi hermoso “jamal”, que inmediatamente
juntó con los 35 camellos que allí estaban para ser repartidos entre los tres
herederos. - Voy, amigos míos –dijo dirigiéndose a los tres hermanos- a hacer
una división exacta de los camellos, que ahora son 36. Y volviéndose al más viejo
de los hermanos, así le habló: - Debías recibir, amigo mío, la mitad de 35, o
sea 17 y medio. Recibirás en cambio la mitad de 36, o sea, 18. Nada tienes que
reclamar, pues es bien claro que sales ganando con esta división. Dirigiéndose
al segundo heredero continuó: - Tú, Hamed Namir, debías recibir un tercio de
35, o sea, 11 camellos y pico. Vas a recibir un tercio de 36, o sea 12. No
podrás protestar, porque también es evidente que ganas en el cambio. Y dijo,
por fin, al más joven: - A ti, joven Harim Namir, que según voluntad de tu
padre debías recibir una novena parte de 35, o sea, 3 camellos y parte de otro,
te daré una novena parte de 36, es decir, 4, y tu ganancia será también
evidente, por lo cual sólo te resta agradecerme el resultado. Luego continuó
diciendo: - Por esta ventajosa división que ha favorecido a todos vosotros,
tocarán 18 camellos al primero, 12 al segundo y 4 al tercero, lo que da un
resultado (18 + 12 + 4) de 34 camellos. De los 36 camellos sobran, por lo
tanto, dos. Uno pertenece, como saben, a mi amigo el “bagdalí” y el otro me
toca a mí, por derecho, y por haber resuelto a satisfacción de todos, el
difícil problema de la herencia. - ¡Sois inteligente, extranjero! –exclamó el
más viejo de los tres hermanos-. Aceptamos vuestro reparto en la seguridad de
que fue hecho con justicia y equidad. El astuto beremís –el “Hombre que
calculaba”- tomó luego posesión de uno de los más hermosos “jamales” del grupo
y me dijo, entregándome por la rienda el animal que me pertenecía: - Podrás
ahora, amigo, continuar tu viaje en tu manso y seguro camello. Tengo ahora yo,
uno solamente para mí. Y continuamos nuestra jornada hacia Bagdad.
VOCABULARIO
Legendarios: que
tienen relación con la leyenda
Dátiles:
fruta obtenida de la palmera datilera
Eximio: se
refiere a alguien o algo que se destaca como excelente
Aguijoneaba: estimular
o causar inquietud en una persona.
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