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EL PLACER DE LOS NÚMEROS ROMANOS

HISTORIA DE LOS NÚMEROS

Hace muchos, muchos, muchísimos años (30.000, por lo menos), los hombres primitivos vivían en pequeños grupos, en cuevas donde se escondían de los animales peligrosos y se protegían del mal tiempo.  Los cazadores para saber cuántos animales habían abatido en la cacería marcaban con señales un palo.  Tuvieron que pasar muchos años para que el hombre fuera cambiando su forma de vida: de cazador y recolector, pasó a ser además agricultor y ganadero.  Por este motivo, comenzó a afincarse en un territorio, a construirse su propia casa, junto a los ríos.  Y se empezó a organizar en tribus, con un jefe a la cabeza y a dividirse el trabajo entre los miembros de la comunidad.  Los pastores, por ejemplo, se encargaban de guardar los rebaños, recoger la lana de las ovejas y su leche.

¿Cómo contaba un pastor el número de cabras o de ovejas que tenía?

Pues probablemente, a lo mejor, según salía cada animal a pastar al campo, metía una piedra en su zurrón.  Luego al encerrarlas de nuevo en la majada, tendría que coincidir la cantidad de animales con la cantidad de piedras guardadas: Iría sacando las piedras una a una y, si coincidían las ovejas con la cantidad de piedras que tenía, todo iba bien; pero si sobraba alguna piedra quería decir que faltaba alguna oveja.  Tuvo que ser así, comparando cantidades, como el hombre comenzó a construir el concepto de número. Para los primitivos, el hecho de contar debía de estar muy relacionado con piedras, palos, marcas, dedos, etc.  El concepto de número surgió como consecuencia de la necesidad práctica de contar objetos.  Seguro que los hombres primitivos contaban las cosas juntándolas de cinco en cinco, como los dedos de la mano.



EL PLACER DE LOS NÚMEROS ROMANOS
Cuentan que los números romanos andan algo huérfanos por estos días.  De sopetón han perdido a más que un padre, un santo padre.   La  alegría  por  el  abrazo ordinal de Francisco I, que continuaba la tradición de Benedicto XVI, Juan Pablo II,  Juan Pablo I, Pablo VI, Juan XXIII.  Apenas duró unas horas.  Las que transcurrieron entre Francisco I y Francisco a secas.  Un alto en el camino de ese milenario honor que tienen los números romanos de poner apellido al papa de turno.  Hay que remontarse 1.105 años atrás para encontrar a otro pontífice sin cifras, el Papa Landón, un italiano de salud delicada que dirigió la Iglesia apenas seis meses, entre los años 913 y 914.  Pero ésta es una orfandad temporal.  Algún día (quiera el cielo que sea más tarde que pronto) llegará un Francisco II al trono de San Pedro que devolverá el palito al actual Papa Francisco.  Mientras eso ocurre, la humanidad seguirá echando mano de esos números fascinantes que, paradojas de la vida, son en realidad siete letras (I, V, X, L, C, D y M) del antiguo alfabeto romano utilizadas para leer y escribir textos.  En un mundo dominado por los números indo-arábigos (1,2 ,3.), donde los resultados de La Roja, el cupón de los ciegos, la prima de riesgo, los millones de Bárcenas y la cola del paro se miden en esos dígitos, toparse con un XD o un MCM es como saludar a una distinguida dama de frágil y encantadora belleza.  Quizá esa atracción inexplicable por los enigmas del pasado nos impulse a seguir recurriendo a ellos para contar siglos, separar los capítulos de los libros, enumerar los Juegos Olímpicos, engrandecer la figura de emperadores, reyes y Papas (hasta ahora).  Y mucho más.  Seguro que la Puerta de Alcalá se dejaría parte de su monumentalidad si en lugar del MDCCLXXVIII grabado en su frontón de piedra apareciera el número que para nosotros sería más sencillo de leer, pero menos majestuoso y evocador.



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